Durante algún tiempo tiré de radiadores eléctricos como solución fácil para pasar el invierno. Los típicos que enchufas, subes la rueda y, con paciencia, van templando la habitación.
Me servían para reforzar la calefacción del salón y quitar el fresquete de los dormitorios, pero cada factura era un recordatorio de que aquello no salía precisamente barato. Al final decidí dejar de poner parches y probar algo más serio: instalar un aire acondicionado con bomba de calor y usarlo como sistema principal.
El cambio no ha sido solo de aparato, sino también de forma de usar la calefacción y de entender cuánto cuesta de verdad calentar la casa.
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De aparatos tragones a un consumo más estable y controlado
Con los radiadores el guion se repetía: mucho pico de potencia al encender, rato largo hasta notar calor decente y la sensación constante de estar quemando luz sin demasiado control. Si quería una habitación grande mínimamente confortable, tenía que asumir que el contador iba a ir sumando a buen ritmo. Apagaba, me enfriaba; encendía, volvía a disparar consumo.
La bomba de calor funciona con otra lógica. El equipo arranca con fuerza, sube la temperatura relativamente rápido y, cuando alcanza el objetivo, baja revoluciones y se mantiene con consumos más contenidos, gracias al compresor Inverter.
Eso se traduce en algo muy sencillo en el día a día: puedo tener una temperatura estable durante más tiempo sin estar calculando mentalmente cada hora de encendido. El gasto está más repartido y no tengo esa sensación de “o paso frío o me dejo medio sueldo”.
Confort más homogéneo y menos rincones helados
Otra diferencia que he notado es cómo se reparte el calor. Con los radiadores, el punto caliente estaba siempre pegado al aparato: si te acercabas, te asabas; si te alejabas un poco, volvía el aire frío en piernas y espalda. En habitaciones alargadas o con mala distribución, aquello era muy evidente.
Con el aire el calor no se queda “clavado” en un sitio. Puedo orientar las lamas, dirigir el flujo hacia la zona en la que estoy, aprovechar que el aire caliente va ocupando el espacio y, al final, la sensación es más uniforme. No es perfecto, porque sigue siendo aire en movimiento, pero noto menos contrastes bestias entre zonas y llego antes a una temperatura cómoda.
Menos trastos por medio, pero con inversión y cuidados
También hay una parte práctica, nada menor: he ganado espacio y orden. Ya no tengo radiadores sueltos ocupando enchufes, ni cables cruzando el pasillo, ni aparatos que mover según el día. El split está fijo, no estorba y cumple su papel sin estar “invadiendo” la casa.
La letra pequeña está al principio. La inversión es claramente más alta que comprar uno o dos radiadores eléctricos, y no vale con sacarlo de la caja y enchufar: instalación profesional, elegir bien la ubicación, pasar tuberías, montar la unidad exterior… Si quieres que funcione bien muchos años, hay que hacerlo en condiciones.
Y luego toca mantenerlo mínimamente: limpiar filtros, revisar que todo vaya fino. Además, aunque el nivel de ruido sea bajo, siempre hay un soplido de fondo que antes no tenía.
Conclusión tras el cambio: más sentido que espectáculo
Después de una temporada completa, el balance es bastante claro: tengo más confort, tardo menos en calentar las estancias, controlo mejor el consumo y, de paso, el mismo equipo me sirve en verano.
A cambio, he tenido que asumir una inversión inicial seria y acostumbrarme a un sistema que exige algo más de atención que enchufar y olvidar.
No es una solución mágica ni un capricho de moda; es un paso lógico si quieres calentar la casa con más cabeza y dejar de vivir pendiente del radiador y de la factura cada vez que baja la temperatura.
Imágenes | Dall-E
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