El apagón del Galaxy, ese instante en que la pantalla se va a negro, acaba revelando hasta qué punto el móvil ha colonizado gestos y rutinas del día a día
Hay días en los que el icono rojo no avisa: simplemente miras la pantalla, se congela un segundo más de la cuenta y se va todo a negro. Ni modo ahorro, ni último 1% heroico. Negro.
Estás en mitad de la calle, con bolsas en la mano, pensando en el Bizum del café de antes o en el código del paquete de correos, y de repente el Galaxy pasa de ser el centro de mando a ser un espejo apagado que pesa en el bolsillo. No es solo “me he quedado sin móvil”. Es “a ver quién soy sin esto durante unas horas”.
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La coreografía rota de los gestos automáticos
Lo primero que aparece es el gesto fantasma. Metes la mano en el bolsillo cada dos minutos. Sacas el móvil muerto igual, como si en el trayecto entre el pantalón y la mano se fuese a cargar por milagro. Pulsas el botón, nada. Lo haces otra vez. Y otra. No buscas información; buscas la sensación de rutina.
Te das cuenta de hasta qué punto el Galaxy se había convertido en muleta mental: mirabas la hora aunque la tuvieses en la muñeca, abrías WhatsApp aunque supieras que nadie iba a escribir nada importante, refrescabas redes sin leer de verdad. La mayoría de esos toques no eran necesidad, eran costumbre. Con el móvil apagado, esa coreografía se rompe y queda una cosa muy incómoda: tiempo en blanco.
Ese vacío no es filosófico ni épico. Es vulgar. Es estar en la cola del súper sin nada que mirar, sentado en el bus contando paradas de memoria, en la mesa esperando a alguien y aguantando el impulso de refugiarte en una pantalla. Ahí empiezas a notar el ruido que dabas por normal.
Redescubrir lo que dabas por descontado
Cuando el Galaxy no está operativo, el mundo recupera volumen. Oyes la música del local, la conversación del fondo, el bolígrafo del tipo de la barra anotando tickets a mano. Preguntas una dirección en lugar de abrir Maps. Apuntas un dato en un recibo arrugado. Te acuerdas del número de tu portal sin buscarlo en ninguna nota.
No es “volver a 1998”, es recordar que no eres tan inútil sin un teléfono. Que puedes orientarte sin GPS perfecto, que puedes quedar con alguien sin mandar tu ubicación en tiempo real, que puedes mirar un edificio sin pensar si la cámara ha pillado bien la luz.
También cambian los reflejos más pequeños: dejas de pensar en hacer una foto de todo. No haces la típica captura al café, al perro, al cielo bonito. Algunas cosas se quedan solo en la cabeza, y sorprende lo bien que se quedan cuando no estás pendiente de encuadrarlas.
La dependencia silenciosa que solo se ve cuando falta
El golpe serio llega cuando necesitas algo concreto. No puedes pagar con el móvil, no puedes enseñar el QR del billete, no puedes abrir la app del banco, no puedes revisar el correo del envío, no tienes la clave del portal guardada en ningún sitio físico. Ahí se ve la otra cara: no solo usabas el Galaxy para matar ratos; le habías cedido parcelas enteras de tu vida.
Hay una pequeña ansiedad al descubrir que muchas cosas críticas no las controlas tú, las controla un dispositivo con batería finita. El apagón te enseña dónde has delegado demasiado: contraseñas que solo existen en el gestor, documentos que nunca imprimiste, citas que solo recuerdas porque hay una notificación programada. No es drama, pero sí es aviso: igual conviene que algunas cosas vuelvan a existir fuera del cristal.
Lo que te llevas cuando vuelve el 1 %
Cuando por fin encuentras un enchufe medio escondido detrás de una máquina, conectas el cable prestado y ves aparecer el 1 %, respiras. Vuelven las apps, los chats, los mapas, los pagos, las alarmas. Todo está ahí, intacto. Pero tú ya no lo miras igual.
Sin hacer manifiestos ni promesas grandilocuentes, sueles ajustar un par de cosas: quitas notificaciones absurdas, reduces iconos de la pantalla principal, activas un modo concentración por las noches, apuntas en físico dos o tres datos clave por si acaso. No porque alguien te haya sermoneado sobre “equilibrio digital”, sino porque has probado, a la fuerza, cómo se siente depender al 100 % y quedarte a cero.
Ese día sin batería no convierte el Galaxy en enemigo; al contrario: te recuerda lo útil que es cuando no le das el mando absoluto. Te enseña que está para acompañarte, no para arrastrarte. Y que, de vez en cuando, que se apague sin avisar es una colleja suave pero necesaria para recolocar quién manda aquí.
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